La cultura de la muerte en el paganismo antiguo

"Los romanos construyen un cementerio y lo llaman paz”. Tácito. Siglo I

En la sociedad antigua, en Grecia y en Roma, el aborto y el infanticidio estaban en parte, permitidos y socialmente tolerados. Esa forma de aceptación se basaba en la autoridad absoluta del padre sobre los hijos. Sin embargo, había significativas excepciones. El juramento hipocrático incluye un rechazo del aborto. La Lex cornelia (hacia 85 a. C.) tiene en cuenta las penas de los que trabajan con venenos, incluyendo las sustancias abortivas. Septimio Severo (193-211) trata el aborto como un “crimen extraordinario” y la mujer que aborta es condenada al exilio. En el mundo judío, dice el historiador Flavio Josefo, “la ley ordena educar a todos los niños, y prohíbe que la mujer se provoque un aborto; una mujer culpable de ese delito es una infanticida porque destruye un alma y disminuye la raza” (Contra Apion, II, 202). En la Roma antigua, el historiador romano Tácito se asombraba de que las mujeres judías y cristianas no quisieran abortar.
La eugenesia en Grecia y Roma
En Esparta, desde su nacimiento el espartano pertenecía al Estado y debía vivir en función de la colectividad. Los niños débiles o enfermos debían perecer. Un hombre sabio era comisionado por los espartanos o “iguales” para lanzar a los acantilados a los niños deformes. En la democrática Atenas, Sócrates consigna que “las mujeres darán hijos al Estado desde los veinte a los cuarenta años, y los hombres… hasta los cincuenta y cinco años”. Luego, el ciudadano que engendre después de este plazo será “culpable de injusticia y de sacrilegio” y el hijo será considerado ilegítimo. Ello por cuanto la obligación del ciudadano es dar a la patria “una progenie más virtuosa y más útil”. Platón mismo constata que los hijos contrahechos y deformes debían ser encerrados en un punto oculto.
Platón da cuenta que Esculapio no prescribía tratamiento alguno a “los cuerpos radicalmente enfermizos” y no creía “conveniente alargarles la vida y los sufrimientos por medio de un régimen constante de inyecciones y evacuaciones”, de modo de no ponerlos “en el caso de de dar al Estado súbditos que se les pareciesen”. Esculapio, considerado un “hombre político”, determinaba que “no deben curarse aquellos que por su mala constitución no pueden aspirar al término ordinario de la vida marcado por la naturaleza, porque esto no es conveniente ni para ellos ni para el Estado”. En el libro tercero de “La República” se habla de establecer en ella “una medicina y una jurisprudencia que… se limiten al cuidado de los que han recibido de la naturaleza un cuerpo sano y un alma bella. En cuanto a aquellos cuyo cuerpo está mal constituido, se los dejará morir”.
Aún más, Platón agrega: “Es preciso, según nuestros principios, que las relaciones de los individuos más sobresalientes de uno u otro sexo sean muy frecuentes, y las de los individuos inferiores muy raras; además, es preciso criar los hijos de los primeros y no los de los segundos, si se quiere que el rebaño no degenere… Todas estas medidas deben ser conocidas sólo por los magistrados, porque de otra manera sería exponer el rebaño a muchas discordias… Dejaremos a los magistrados el cuidado de arreglar el número de matrimonios, a fin de que haya siempre el mismo número de ciudadanos, reemplazando las bajas que se produzcan en la guerra, las enfermedades… Se sacarán a la suerte los esposos, haciéndolo con tal maña, que los súbditos inferiores achaquen a la fortuna y no a los magistrados lo que les haya correspondido… Los jóvenes que se hayan distinguido en la guerra o en otras cosas, se les concederá… el permiso de ver con más frecuencia a las mujeres. Éste será el pretexto legítimo para que el Estado sea en grande parte poblado por ellos”.
Más aún, Teognis de Mégara, poeta del siglo VI antes de Cristo, que consideraba que la raíz profunda de los males de su tiempo estaba la condición abyecta del pueblo y en el enriquecimiento de las clases bajas, da cuenta del pesimismo trágico de los griegos clásicos al sostener: “¿Sería mejor para los niños no haber nacido? Pero aunque eso fuese lo óptimo, si ya nacieron, lo mejor que les podría suceder es traspasar las puertas de Hades cuanto antes”.
En Roma, el emperador Augusto consagró sus energías no sólo a remozar las estructuras del Estado y embellecer la capital, sino también al “renacimiento del antiguo espíritu romano”. Ello por cuanto fue honrando las virtudes antiguas que el pueblo romano se hizo digno de mandar al mundo. Con tal objeto, Augusto acometió la reforma de costumbres rehabilitando a la familia, base de toda sociedad sana. En aquel tiempo, la mujer romana no constituía una base familiar. El lujo y la sed de placeres habían corrompido a las mujeres tanto como a los hombres. Al salir de casa y lanzarse al mundo exterior, la matrona ganó en espontaneidad y amabilidad, pero no sólo abandonó su altivez innata, sino también su castidad. Con ello se consideró que la familia estaba herida de muerte. La romana confiaba a sus esclavas los trabajos domésticos y la educación de sus hijos. Asimismo, la vida familiar era una parodia. De hecho los lazos conyugales eran considerados obligaciones provisionales tan fáciles de romper como de contraer. Los romanos hicieron del divorcio un deporte.
A pesar de sus propias contradicciones, Augusto combatió mediante decretos esta ansia de placeres y su consecuencia: la degeneración de la aristocracia y la degradación social. Intentó recrear una aristocracia selecta destinada a las supremas funciones del Estado. Augusto prohibió los matrimonios de los senadores y sus descendientes con esclavos libertos y de dudosas costumbres, los cuales eran cada vez más frecuentes. Por esta vía, la extinción de las rancias familias nobles era inevitable y de hecho fueron sustituidas por sangre nueva y provinciana. Pese al celo reformador de Augusto, la vida romana continuó entre excesos y corrupción. Determinado estaba el destino del Imperio.

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1. La fecundidad en los pueblos antiguos

Las ideas de los pueblos antiguos de Oriente sobre la población se hallan principalmente en los libros Sagrados, que no por su condición de sagrados dejan de constituir, a veces, interesantes fuentes históricas, a las que se puede recurrir. En estas obras se integran contenidos muy variados, se yuxtaponen doctrinas religiosas, preceptos morales y político - sociales, junto a las enseñazas teológicas y cosmológicas que se enlazan con vagas nociones extraídas de la tradición u obtenidas por la experiencia y referenciadas a ámbitos notablemente diferenciados: la moral, el derecho, el gobierno, las reglas de higiene, los deberes para con la divinidad, la sociedad, la familia y uno mismo. Las civilizaciones antiguas fundaban la potencialidad del poder de los clanes en el número de hijos, lo que conducía asimismo a una positiva consideración de la mujer como fuente de la vida y de las capacidades del clan. A tenor de lo anteriormente expuesto, podemos escudriñar el Libro IX, de las Leyes de Manú titulado “Leyes civiles y criminales, deberes de la casta comerciante y de la servil” que, de forma precisa, esboza unas máximas en las que se enaltece la natalidad, se alaba a las mujeres fértiles, se rechazan las conductas que no favorecen la reproducción y se establece un específico mandato de matrimoniarse. Hasta tal punto se exalta la natalidad entre los antiguos arios de Asia, se relaciona directamente el origen de todos los seres vivos con la procreación, elevándola a la categoría de prescripción religiosa.

“Ley 33: La ley considera a la mujer como la tierra y al marido como la semilla; de la unión de la semilla con la tierra toman origen todos los seres vivientes.
Ley 96: Las mujeres fueron creadas para traer al mundo hijos; los hombres, para perpetuar la especie; por esto, el cumplimiento en común de los deberes religiosos por el esposo con la esposa está prescrito en el Veda”

La mujer fértil gozaba de un positivo prestigio y el perpetuar los nacimientos de generación en generación era un valor de alto significado.

“Ley 26: Las mujeres que se unen a sus maridos con el sólo objetivo de criar hijos, gozan de la mayor dicha, son respetadas, lustre de la casa y verdaderas diosas de la fortuna; entre ellas y esta diosa no hay ninguna diferencia”

Para mayor fuerza del precepto precedente en la ley 81 queda recogido el repudio de la mujer por razón de su infertilidad:

“Ley 81: La mujer estéril debe ser reemplazada a los ochos años; a los diez, aquellas cuyos hijos se mueren; a los once, a la que sólo paren hijas […]”.

El incumplimiento de este imperativo precepto era causa de repudio, tanto si era por decisiones propias (padres que no casan a la hija o maridos que no tienen las obligadas relaciones sexuales en el período fértil de la mujer), como por motivos de esterilidad, atribuida siempre a la mujer, como también por fallecimiento de la prole:

“Ley 4: El padre que no case a su hija al llegar ésta a la edad, merece todo baldón, y lo mismo el marido que no se acerque a su mujer en las épocas convenientes…”.

Les resultaba insoportable que sus antepasados o ellos mismos se vieran privados un día de la condición de la felicidad de ultratumba. El que permanecía sin hijos o no casaba a los suyos, se le consideraba como un miserable y un criminal, ya que comprometía la felicidad de los Manes ancestrales, y debía resignarse a compartir sus sufrimientos19. La insistencia sobre el deber sagrado del matrimonio y los peligros de sus desobediencias está registrada en el libro IX de las Leyes de Manú en los siguientes decretos:

“Ley 106: Inmediatamente después del nacimiento del primogénito el hombre se transforma en padre de un hijo, y queda liberado de su deuda con los Manes; por tanto, este primogénito merece la totalidad del patrimonio.
Ley 138: Como un hijo libera (tra) a su padre del infierno, llamado Put, ha sido recibido el nombre de Putra (salvador del infierno), por el mismo Brama.
Ley 107: El hijo mediante el cual paga uno la deuda contraída y alcanza la inmortalidad, ha sido engendrado por el deber; los demás, al decir de los sabios, han sido engendrados por la pasión”.

A pesar de esta reiterada exaltación de la mujer por su capacidad de traer hijos al mundo, por su condición de madre y por razón de la necesaria cooperación con el hombre para perpetuar la especie, sin embargo, en las Leyes de Manú, se contempla la posibilidad del aborto desde la perspectiva eugenésica.

“Solamente para proteger la casta elevada de una mujer, que hubiese sido embarazada por un hombre de casta baja, se daba muerte al hijo, sea provocando el aborto o por suicidio de la mujer”.

Esta favorable consideración de la procreación y de los procedimientos para su éxito no era privativa de unos concretos pueblos. Semejante perspectiva la encontramos en los semitas, hasta el punto que en un libro de gran interés para la cultura judía, El Talmud, se recoge la obligación de que los hombres contraigan matrimonio y en caso contrario se le señala negativamente y a quien vive sólo a la edad de veinte años se le considera maldito por Dios, como lo está también un asesino.
En la Biblia, en el primer libro del Antiguo Testamento, en el libro del Génesis, es objeto de un tratamiento al más alto nivel y ello con reiteración. En el capítulo I, luego de la bellísima y poética descripción que se hace de la creación por parte de Dios, este se concentra en la creación de hombre a su imagen y semejanza, “a imagen de Dios los creó los creó varón y hembra” y a renglón seguido, en el versículo 28 les da el gran mandamiento de reproducirse: “Y echóles Dios su bendición y dijo: creced y multiplicaos, y llenad la tierra y enseñoreaos de ella”. Es de señalar que este mandato está en un contexto de unidad con los anteriores mandatos, que por la palabra de Dios, según el autor sagrado crea todas las cosas, luego como si reflexionara sobre ellas y las valoraba como buenas. Por consiguiente la necesidad de reproducirse los seres humanos se contempla aquí con una necesidad semejante a la que acaba de imprimirse al cosmos. La población, la reproducción y el crecimiento poblacional vuelve de nuevo a contemplarse en el Génesis en otro momento de la mayor solemnidad, estableciéndose la población como el especial contenido de la Primera Alianza o el pacto concertado por Yaveh con Abrahám, cuyo objeto es el crecimiento de la población hasta límites insospechados:

“Esta es mi alianza que voy a pactar contigo: tú serás el padre de una multitud de naciones. No te llamarás más Abram, sino Abraham, pues te tengo destinado a ser padre de una multitud de naciones. Yo te haré crecer sin límites, de ti saldrán naciones y reyes, de generación en generación”.

Para una mayor concreción de la promesa precedente, Dios manifiesta que los límites de la descendencia del patriarca es comparable con la innumerable cantidad de estrellas del cielo “Mira al cielo y cuenta las estrellas, si puedes. Así será tu descendencia”. Por consiguiente, se entiende fácilmente que la virginidad prolongada no estuviera bien vista entre las mujeres de Israel, como queda claramente expresado en el dolor que experimenta la hija de Jefté, más por el deshonor de no haber conocido varón que por su muerte próxima y prematura. Para remedio de la situación se establece la Ley del Levirato, por la que, cuando una persona casada moría sin tener hijos, su hermano debía casarse con la viuda. Entonces los hijos de este segundo matrimonio, de acuerdo a la ley, venían a ser hijos del primer esposo. En el
Deuteronomio se relata una interesente descripción de la práctica de esta ley:

“Si dos hermanos viven juntos y uno de ellos muere sin tener hijos, la mujer del difunto no irá a casa de un extraño, sino que la tomará su cuñado para cumplir el deber cuñado. El primer hijo que de ella tenga retomará el lugar y el nombre del muerto, y así su nombre no borrará de Israel. En el caso de que el hombre se niegue a cumplir su deber de cuñado, ella se presentará a la puerta de la ciudad y dirá a los ancianos: Mi cuñado se niega a perpetuar el nombre de su hermano en Israel, no quiere ejercer en mi favor su deber de cuñado. Entonces los ancianos lo llamarán y le hablarán. Si él porfía en decir: No quiero tomarla por mujer, su cuñada se acercará a él y en presencia de los jueces le sacará la sandalia de sus pies, le escupirá a la cara y le dirá estas palabra: Así se trata al hombre que no hace revivir el nombre de su hermano”.

La necesidad perentoria de conseguir descendencia, como factor de primordial importancia en la cultura judía, volvemos a encontrarla expresada en forma negativa, en el episodio de Onán, a quien se le inflige el supremo castigo de la muerte por no querer dar descendencia a Tamar, la viuda de su hermano, obstruyendo el curso normal del acto procreativo.
El énfasis en la necesidad de reproducirse, como condición de la sobrevivencia del grupo, como es obvio, va decayendo a medida que los grupos tienen unas poblaciones suficientemente numerosas. En cambio asistimos a la aparición de un nuevo concepto, que va a tener una larga y variada historia, vinculado con la población y que llega hasta la actualidad. Se trata de la relación entre la población y el poderío militar, o la relación de la población con las cuestiones de seguridad, de defensa frente a los enemigos exteriores, de conquista de territorios o de orgullo nacional, que comienzan a imponerse sobre las concepciones morales y religiosas vinculadas con la reproducción. Estas ideas van a estar presentes a lo largo de la historia humana tanto en los tiempos antiguos como en los tiempos recientes, cuando los estados modernos ponen en marcha la elaboración de instrumentos de medida de sus poblaciones, encontramos que los motivos primeros para la elaboración de los censos modernos se vinculan con motivos de seguridad, orgullo nacional, de poderío militar.
En la Biblia se hallan elocuentes relatos de variados intentos de control de la población de determinados grupos a fin de impedir que el crecimiento poblacional se transformara en factor de dominio o de alteración del statu quo vigente. Tal es el caso del crecimiento de las tribus judias asentadas en Egipto y que en un determinado momento se perciben como una verdadera amenaza para los egipcios, el pueblo hegemónico y dominador, como consecuencia del crecimiento poblacional. En el libro del Éxodo, I, versículos 8 al 22, se relatan las medidas que dicta el Faraón, para evitar el crecimiento poblacional de los judíos de las Sagradas Escrituras observamos como la máxima autoridad en Egipto, adopta medidas para impedir el crecimiento de los hebreos, que le servían de mano de obra, para así mantenerlos bajo control.

“Levantóse sobre Egipto un nuevo rey, que no conocía José. Él dice a su gente: ‘He aquí que el pueblo de los hijos de Israel se ha vuelto más numeroso y más poderoso que nosotros. Tenemos que obrar astutamente con él, para impedir que siga creciendo y que, si sobreviene una guerra, se una contra nosotros a nuestros enemigos y logre salir de esta tierra ... Entonces el Faraón ordenó a todo su pueblo, que fueran arrojados al río cuantos niños nacieran a los hebreos, preservando solo a las niñas”.

Ideas semejantes inspiraban también a otras poderosas naciones semitas, asentadas en el espacio, hoy denominado Oriente Medio, que alumbraron tempranamente legislaciones del mayor interés. Entre estos excelentes y más antiguos textos jurídicos, que conocemos, es obligada referencia al Código de Hammurabi, en donde aparecen estrictas leyes respecto de la obligación que incumbe al padre de casar a sus hijos, desde que tienen edad para ello y de dotarlos convenientemente. Esta búsqueda de la reproducción está contemplada en este texto legislativo en cuanto facilita y aprueba el matrimonio con otras mujeres y aun con las esclavas que le ofrezca su propia mujer, siempre con el objetivo de tener descendencia:

“144. Si un señor tomó (en matrimonio) a una mujer naditum y esta naditum le dio una esclava a su marido y ha tenido (con la esclava) hijos, (si) ese señor se ha propuesto tomar (en matrimonio) a una mujer sugetum, no se le autorizará a ese señor: no podrá tomar (en matrimonio) a una sugetum.
145. Si un señor tomó (en matrimonio) a una mujer naditum y ella no le dio hijos y él se propone tomar (en matrimonio) una mujer sugetum, ese señor puede tomar (en matrimonio) a la sugetum y hacerla entrar en su casa. Esa sugetum no tendrá la misma categoría que la nuditum”.

Este Código, promulgado en tiempos del rey Hammurabí de Babilonia, (emplazada en el territorio que en la actualidad se denomina Irak) cuyo reinado se establece entre el 1792 y el año 1750 antes de nuestra era y el Código probablemente fue promulgado en el 40º aniversario de su reinado, es decir en torno a 1753. La estela en que está escrito fue descubierta en la campaña de excavaciones que llevó a cabo Francia en 1901 – 1902. La estela fue trasladada al museo del Louvre, donde ocupa un lugar de honor, está labrada en un bloque de diorita negra bien pulimentada, de sección casi ovalada y que hubo de recomponerse a su hallazgo. El texto se halla grabado en caracteres cuneiformes y en lengua acadia y comprende en su totalidad 52 columnas, divididas en casillas con 3,600 líneas.
Constituye el primer intento de legislación, de que se tiene conocimiento, para ordenar el marco familiar y matrimonial, además de otros asuntos de la vida social, que indirectamente favoreció y organizó las relaciones en un marco de equidad y de justicia, afectando como es obvio también y de manera positiva a la fecundidad mediante la adecuada legislación. Los antiguos iranios, seguidores de Zoroastro, profesaban doctrinas semejantes que están recogidas en el libro sagrado Zend-Avest. A título de ejemplo, pueden servir los consejos religiosos concernientes al matrimonio y la paternidad:

“Cásate joven, dice, a fin de que tu hijo te suceda y la cadena de los seres no se interrumpa”, y al valor sagrado de la procreación en la mujer: “De ti, ¡oh mujer!, haré yo puro el cuerpo y la fortaleza; te haré a ti rica en hijos y rica en leche; rica en germen, en leche, en gordura, en tuétano y en posteridad. Para ti traeré un millar de manantiales limpios, que corran hacia los prados que dan alimento para los hijos”.

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2. Platón y la polis "justa"

El infanticidio era no sólo común en el mundo clásico, sino además totalmente tolerado y legitimado. Séneca contemplaba el hecho de ahogar a los niños en el momento del nacimiento como algo provisto de razón, y, por supuesto, la idea de que debiera mantenerse la vida de un hijo no deseado provocaba una repulsa directa. Al respecto, debe recordarse que Tácito censuró como una práctica "siniestra y perturbadora" el que los judíos condenaran como "pecado el matar a un hijo no deseado" (Historias, 5, 5). No se trataba, desde luego, de excepciones. Platón (República, 5) y Aristóteles (Política 2, 7) habían recomendado el infanticidio como una de las medidas políticas que debía seguir el Estado.
Los planteamientos de las teorías de la Grecia clásica sobre la población tienen un origen naturalista y se desarrollan en torno a idea de la polis justa. Así, la polis justa es aquella que se ajusta al orden natural. Eso quiere decir que existe una estructura ideal de la polis que determina cuántos individuos y de qué características deben componerla.
En la ciudad que Platón dibuja en Las Leyes, deben existir 5.040 individuos, que es el múltiplo de 1 x 2 x 3 x 4 x 5 x 6 x 7. Además es un número que admite hasta 59 divisiones, entre ellas las comprendidas entre el 1 y el 10, lo que le convierte en ideal para establecer todo tipo de repartos proporcionales de población. Obviamente se trata de un tipo de argumentación de fuertes resonancias pitagóricas, muy adecuada a la idea de orden natural.
Para mantener el tamaño de la población fijo en esos 5.040 individuos Platón propone que las parejas procuren tener un solo hijo, y si tienen más de uno, que todo el patrimonio lo entreguen a uno sólo “al que les resulte más grato”, y que los demás los entreguen, si son mujeres, para el matrimonio, y si son varones y dan su consentimiento, para su adopción por otras parejas.
Platón propone crear “una magistratura con poderes y prestigio extraordinarios que estudiará qué hay que hacer con los hijos que sobren o falten”. Los procedimientos que aplicará esa magistratura son diversos: “control de natalidad para los que tengan hijos en abundancia o, a la inversa, promoción y estimulación del aumento de la natalidad, que se manifestará con recompensas, sanciones o advertencias hechas por los mayores en charlas orientativas a los jóvenes”. Y si el control de la natalidad no sirve para detener el crecimiento, entonces la polis deberá crear colonias para dar salida a su exceso de población.

“Ahora vayamos a los recién casados para enseñarles cómo y de qué manera han de engrendrar los hijos; y si tal vez no les convencemos, habremos de amenazarles con ciertas leyes (…). La esposa y el esposo deben proponerse ofrecer a la ciudad los hijos más bellos y mejores que les sean posibles” Platón, Las leyes, libro VI.

Pero la polis justa de Platón no es sólo la que tiene un número adecuado de habitantes sino, como afirma en La República, la que establece procedimientos para procurar que esos habitantes sean los mejores, mediante el estímulo del apareamiento y la procreación de los más perfectos, y la evitación de la procreación, incluso mediante el infanticidio, de los peores.

“Pues bien, tomarán (se refiere a los Organismos nombrados a este fin) a los hijos de los mejores y los llevarán a la inclusa, poniéndolos al cuidado de unas ayas que vivirán aparte, en cierto barrio de la ciudad; en cuanto a los de los seres inferiores – e igualmente si alguno de los otros nace lisiado – los esconderán, como es debido, en algún lugar secreto y oculto” Platón, La República, libro V, 460c)

Como puede verse, en Platón se encuentran ya presentes buena parte de los planteamientos y métodos que se aplicarán al control de la población hasta la actualidad. Aristóteles, en su Política, no hará sino refrendar, aunque de manera más difusa y moderada, los planteamientos de su maestro Platón. Allí justificó el comportamiento homosexual como una decisión política de limitar la población de Creta (Políticos, II, 10). También formula la muerte del ya nacido por el simple hecho de no avenirse a ciertos cánones arbitrários de salud o estética corporales.

“Sobre el abandono y la crianza de los hijos, una ley debe prohibir que se críe a ninguno que esté lisiado” Aristóteles, Política, Libro VII, cap XVI.

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3. Esparta y la selección de los niños para la guerra

Esparta fue originalmente una ciudad aquea del interior, es decir, no costera. En la Era Micénica tuvo mucha importancia, pero luego cayó en un largo período de oscuridad al ser tomada por los dorios. Entre 1100 y 800 a.C. se levantó y llegó a ser la soberana dentro de la región de Laconia.
En esta ciudad, los únicos ciudadanos con derecho eran los dorios conquistadores, que tomaron el nombre de espartanos. Exentos de las tareas agrícolas se dedicaban al gobierno, a la caza y al entrenamiento militar y deportivo. El comercio quedaba a cargo de los periecos, hombres libres pero sin poder político. La gran mayoría de la población eran los ilotas o esclavos, tratados cruelmente y carentes de derechos. De hecho, una vez al año se les golpeaba en forma brutal sin causa aparente, y cuando se consideraba que habían crecido mucho en cantidad, los asesinaban durante la noche, acto que recibió el nombre de criptia.
En la cúspide del gobierno de Esparta había dos reyes (diarquía), con funciones militares y religiosas. Pero el poder real estaba en manos de un Senado de 28 ancianos ilustres (todos mayores de 60 años), llamado gerusía.
El monte Taigeto era el lugar donde los Espartanos celebraban sus famosas fiestas dionisíacas, en honor a Dionisio, dios del campo, así como los misterios ceremonias de culto secreto y complicado ritualismo popular.Desde éstas cumbres los terribles Espartanos arrojaban a todos aquellos niños que al nacer denotaban una complexión débil
Esparta era básicamente una ciudad guerrera, siempre lista para combatir. Los niños eran el blanco de la preparación militar, y al nacer, si no eran sanos, se les abandonaba y dejaba morir. A los siete años los separaban de su madre y se les daba crianza en cuarteles, enseñándoles a sobrevivir en medio de la nada y sin alimentos. Al llegar a la edad adulta se convertían en las “murallas de Esparta”, ya que la ciudad carecía de fortificaciones
En cuanto a la mujer, podemos decir que su principal misión era dar al Estado hijos sanos y fuertes.
Esparta, luego de la Guerra del Peloponeso, se convirtió en la potencia dominante en Grecia; pero también proyectó un tipo de vida cruel y hostil.

“Al recién nacido, no estaba autorizado su progenitor para criarlo, sino que, cogiéndolo, debía llevarlo a cierto lugar llamado lésche, en donde, sentados los más ancianos de los miembros de la tribu, examinaban al pequeño y, si era robusto y fuerte, daban orden de criarlo, tras asignarle un lote de los nueve mil; pero si esmirriadi e informe, lo enviaban hacia las llamadas “apótetas” (el término significa “lugar de abandono”), un lugar barrancoso por el Taígeto, con base en el principio de que, ni para uno mismo ni para la ciudad, vale la pena que viva lo que, desde el preciso instante de su nacimiento, no está bien dotado ni de salud ni de fuerza” Plutarco, Vidas paralelas. Licurgo.

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4. El desprecio a la mujer y a la infancia en Roma

En los tiempos de la creación de Roma el hombre era el fundamento de la sociedad, por eso se practicaba la eugenesia femenina, es decir, el asesinato de niñas recién nacidas, conservándose únicamente la primogénita, como todavía se hace en muchas sociedades primitivas. Los matrimonios se llevaban a cabo bajo acuerdo de palabra entre los padres, a los doce años para las niñas y los catorce para los muchachos. Este tipo de matrimonio sería un mero acuerdo entre familias, el amor quedaría excluido de esta relación puramente comercial, como todavía ocurre en algunas regiones de la India, por ejemplo. De esta forma, la mujer pasaba de la autoridad del padre, a la del marido. Pero al margen de éste, había un matrimonio religioso (confar Reatio) y venta ficiticia (por coemptio) e incluso un matrimonio por uso, por cohabitación de más de un año.
Por supuesto, los niños abandonados o muertos tras nacer pertenecían a ambos sexos, pero, de manera ostentosamente preferente, este triste destino recaía en las mujeres o los enfermos. [...] Recientes excavaciones han dejado de manifiesto que de las docenas de niños arrojados a la muerte en una ciudad mediterránea de la época la inmensa mayoría eran mujeres. Que los hombres superaran a las mujeres demográficamente en una proporción de 131 a 100 en la ciudad de Roma y de 140 a 100 en Italia, Asia Menor y África no era sino consecuencia de la nula consideración que se tenía socialmente hacia el sexo femenino. ¿Acaso podía ser de otra manera cuando era rara la familia que aceptaba en su seno más de una hija? De acuerdo con un estudio arqueológico realizado por Lindsay, de seiscientas familias estudiadas en una de las ciudades del imperio solo seis -es decir, el 1 por 100- contaba con más de una hija. [...]


Esclavismo en Roma

Los esclavos en Roma no tenían derechos y eran posesión de sus amos. El esclavismo era toda una institución social en Roma. No fue un esclavismo de raza, como sí lo sería siglos después. En Roma cualquiera podía ser esclavo; la fuente de esclavos provenía sobretodo de pueblos conquistados, pero también de delincuentes u otra gente que fuera degradada a esa clase social por algún motivo. En realidad el esclavismo no era más que la clase social más baja. Y como toda clase, también era posible ascender a veces comprando la propia libertad, o simplemente por el deseo expreso del amo que se formalizaba con el acto de manumisión, un privilegio exclusivo de todo propetario que convertía al esclavo en liberto (ex-esclavo liberado).


Aceptación o abandono

El nacimiento de un romano no se limitaba a ser un hecho biológico. Los recién nacidos no eran aceptados en sociedad sino en virtud de una decisión del jefe de familia, la anticoncepción , el aborto, la exposición de niños de origen extraconyugal y el infanticidio del hijo de una esclava era prácticas usuales y legales. (Estas prácticas serían mal vistas e ilegales con la difusión del esoterismo: doctrina filosófica griega que sostenía el dominio de la razón sobre las pasiones).
En Roma no se decía que un ciudadano tenía un hijo, sino que lo tomaba o acogía. El padre inmediatamente después de nacido su hijo, debía levantarlo del suelo, donde lo había depositado la comadrona, para tomarlo en brazos y manifestar así que lo reconoce como suyo y rehúsa a exponerlo.
La criatura a la que su padre no levantaba, se vería expuesto ante la puerta del domicilio o en algún basurero público y lo podía recoger quién lo deseara.
También era práctica usual exponer o ahogar a los niños malformados, bajo el criterio de "Hay que separar lo bueno de lo que no sirve para nada" como postulaba Séneca.
El abandono de hijos legítimos se podía deber a la miseria o a la política matrimonial. Los pobres abandonaban a los hijos que no podían criar y los otros pobres (lo que hoy podríamos considerar clase media) exponían a los suyos para no verlos "echados a perder" por una educación mediocre, es decir, preferían concentrar sus esfuerzos y sus recursos en un número reducido de descendientes.
* En las provincias orientales algunos campesinos se repartían los vástagos, es decir si un matrimonio habiendo llegado al límite de bocas que alimentar, concebían más hijos, éstos eran dados a familias vecinas que los adoptaban considerándolos como sus hijos y a su vez, futuros trabajadores.
Otra razón por la cual se abandonaban a los niños en las familias adineradas era porque podían significar futuras disputas por sucesión testamentaria.
Eran muy escasas las posibilidades de que los niños expuestos sobrevivieran; los ricos no los querían volver a ver, sin embargo los menesterosos (más carenciados), hacían lo posible para que el neonato fuera aceptado. Muchas veces, las esposas a espaldas de sus maridos, encomendaban a la criatura a alguna familia vecina o esclava quién lo cuidaba en secreto, y luego con el tiempo se convertiría en esclavo o liberto (esclavo al que se le concedía la libertad).
Los señores podían no reconocer a un niño si sospechaba que su esposa le había sido infiel.
Los bastardos adoptaban el nombre de la madre, ya que no había reconocimiento paterno; mientras que los libertos adoptaban el nombre del amo que le concedió la libertad.

Natalidad y anticoncepción.

El aborto y la anticoncepción eran prácticas usuales e Roma, carecía de importancia el momento biológico en el que la madre se desembarazaba de un futuro hijo que no deseaba tener.
El recurso a métodos de anticoncepción está demostrado en todas las clases sociales. Se utilizaban distintas medidas desde uniones en las que se evita la concepción, la esterilización por drogas o el lavado después del acto, todas estas prácticas dependían de la mujer.
No se han encontrado referencias de coitus interruptus (eyaculación fuera de la vagina).
Por último, la ley otorgaba privilegios a las mujeres que tenían 3 hijos, ya que consideraba que había cumplido con su deber.

Fuente:"Histoire de la vie priveè". Philippe Ariès-George Duby. 1985 (Historia de la vida privada)
Capitulo 1 "Desde el vientre materno hasta el testamento" Pag: 22-43

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5. Las culturas prehispánicas

De acuerdo con la cosmovisión indígena, el dios Huitzilopochtli necesitaba ser alimentado todos los días para poder seguir iluminando al pueblo por el escogido. El único alimento que se podía ofrendar a este dios era la sangre humana, razón por la cual los aztecas hicieron de la guerra su mayor preocupación con el objetivo de obtener prisioneros para el sacrificio ritual. El pueblo que más sufrió las consecuencias de esta costumbre fue el de los tlaxcaltecas lo cual explica en importante medida el odio que éstos sentían hacia los aztecas. El sacrificio humano se realizaba sobre los altares de los templos, donde generalmente se extraía el corazón del prisionero aún con vida. También se empleaban el flechamiento y el sacrificio gladiatorio, donde la víctima se enfrentaba a cuatro guerreros aztecas. Este último era un honor reservado a los prisioneros más valerosos. La sangre del sacrificado era juntada en grandes piedras cóncavas, llamados tazones por los españoles, hasta coagular. Los tazones estaban ubicados al lado de las imágenes de las deidades. En tanto, los cráneos de los muertos eran ensartados en lanzas de madera que se colocaban en hileras en el tzompantli, para así dar testimonio del fervor de los aztecas hacia sus divinidades.

“Cuatro sacerdotes aferraban a la víctima y la arrojaban sobre la piedra de sacrificios. El Gran sacerdote le clavaba entonces el cuchillo debajo del pezón izquierdo, le abría la caja torácica y después hurgaba con las manos hasta que conseguía arrancarle el corazón aún palpitante para depositarlo en una copa y ofrecérselo a los dioses. Después, los cuerpos eran lanzados por las escaleras de la pirámide. Al pie, los esperaban otros sacerdotes para practicar en cada cuerpo una incisión desde la nuca a los talones y arrancarles la piel en una sola pieza. El cuerpo despellejado era cargado por un guerrero que se lo llevaba a su casa y lo partía en trozos, que después ofrecía a sus amigos, o bien éstos eran invitados a la casa para celebrarlo con la carne de la víctima. Una vez curtidas, las pieles servían de vestimentas a la casta de los sacerdotes”.
Mientras que los jóvenes de ambos sexos eran sacrificados así por decenas de miles cada año, pues al principio establecía que la ofrenda de corazones humanos a los dioses debía ser ininterrumpida, los niños eran lanzados al abismo de Pantilán, las mujeres no vírgenes eran decapitadas, los hombres adultos, desollados vivos y rematados con flechas… Algo menos sanguinarios eran los incas, los otros invasores que habían esclavizado a los indios del sur, a lo largo de la cordillera de los Andes. Como recuerda un historiador: “los incas practicaban sacrificios humanos para alejar un peligro, una carestía, una epidemia. Las víctimas, a veces niños, hombres o vírgenes, eran estranguladas o degolladas, en ocasiones se les arrancaba el corazón a la manera azteca”.
Victorio Mesori. Leyendas negras de la Iglesia.

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5.1. Sacrificios humanos en la América Prehispana

Arqueólogos mexicanos confirman sacrificios humanos de los mayas

La incógnita ha sido fuente constante de controversias: ¿Fue la práctica de sacrificios humanos de aztecas y mayas tan generalizada y horrible como dicen los libros de historia? ¿O acaso los conquistadores españoles exageraron la nota para enfatizar el carácter primitivo de los indígenas?
Sacrificio ritual azteca
(AP) En años recientes, los arqueólogos han descubierto numerosas evidencias físicas que corroboran las versiones españolas en sustancia, si no en cifras. Utilizando técnicas forenses ultramodernas, los arqueólogos están demostrando que los sacrificios prehispánicos solían involucrar niños y una amplia gama de métodos brutales.

Durante décadas, muchos investigadores suponían que las versiones españolas de los siglos XVI y XVII eran resultado de prejuicios para denigrar las culturas indígenas. Otros argumentaban que los sacrificios involucraban mayormente a los enemigos capturados. Aun otros admitían que los aztecas eran sangrientos, pero creían que los mayas no lo eran tanto.

"Ahora tenemos la evidencia física para corroborar los antecedentes escritos y gráficos", dijo el arqueólogo Leonardo López Luján. Recordó que "algunas corrientes 'proindígenas' siempre habían negado que ocurriera eso. Decían que probablemente los textos mentían".

Los españoles probablemente exageraron el número de víctimas para justificar una guerra supuestamente justa contra la idolatría, dijo David Carrasco, experto en religiones de Mesoamérica en la Escuela de Religión de Harvard. Pero ya prácticamente no quedan dudas sobre la naturaleza de las matanzas. Los textos pictográficos indígenas conocidos como "códices", al igual que las versiones españolas de la época, atribuyen a indígenas la descripción de formas múltiples de sacrificios humanos.

A las víctimas les seccionaban el corazón o las decapitaban; las acribillaban a flechazos, las desgarraban, les cortaban en pedazos, las aplastaban, despellejaban, enterraban vivas o las arrojaban desde lo alto de los templos. Se mencionaba con mucha frecuencia los sacrificios de niños, en parte porque se los consideraba puros e impolutos.

"Mucha gente decía 'No podemos confiar en estos códices porque eran los españoles los que describían todas estas cosas horribles´, lo que a la larga estamos confirmando", dijo Carmen Pijoan, antropóloga forense que halló algunas de las primeras evidencias directas de canibalismo en una cultura preazteca hace más de una década: huesos con marcas de cortes como para carnicería.

En diciembre, en una excavación de la comunidad de Ecatepec, al norte de la capital mexicana, la arqueóloga Nadia Vélez Saldaña dijo haber hallado evidencias de un sacrificio humano vinculado al dios de la muerte.

"El sacrificio involucraba quemar total o parcialmente las víctimas —dijo Vélez—. Hallamos un pozo funerario con los esqueletos de cuatro niños parcialmente quemados, y los restos de otros cuatro completamente carbonizados". Si bien los restos no revelan si las víctimas fueron quemadas vivas, hay representaciones gráficas de personas —aparentemente vivas— a quienes las sostienen mientras las queman.

El pozo reveló otras pistas que ratifican las descripciones de inmolaciones del códice de Magliabecchi, una representación pictográfica pintada entre 1600 y 1650 que incluye órganos humanos en platos de cocina, y comensales alrededor comiendo ante la vista del dios de la muerte.

"Hemos hallado platos similares —dijo el arqueólogo Luis Manuel Gamboa—. Y junto a esqueletos completos hallamos algunos huesos humanos incompletos, segmentados". Sin embargo, los investigadores no saben si esos restos son vestigios de canibalismo.

En el 2002, el arqueólogo del gobierno Juan Alberto Román Berrelleza anunció los resultados de exámenes forenses a los huesos de 42 niños, en su mayoría varoncitos de unos 6 años, sacrificados durante una sequía en el Templo Mayor de la Ciudad de México, el principal centro religioso azteca.

Todos compartían una característica: caries avanzadas, abscesos o infecciones óseas suficientemente dolorosas como para hacerlos llorar.

"Se consideraba un presagio propicio que llorasen mucho en el momento del sacrificio" que probablemente se ejecutaba degollándolos, precisó Román Berrelleza.

Los mayas, cuya cultura floreció más al este unos 400 años antes de que los aztecas fundasen la ciudad de México en 1325, tuvieron una propensión similar a las inmolaciones, escribió el antropólogo David Stuart, de Harvard, en un artículo en el 2003.

A fines del siglo XIX y principios del XX, "los primeros investigadores trataron de establecer una distinción entre los mayas 'pacíficos' y las culturas 'brutales' del centro de México", escribió Stuart. "Incluso trataron de afirmar que los sacrificios humanos eran inusuales entre los mayas".

Pero en tallas y en pinturas murales, dijo, "hemos encontrado más y mayores similitudes entre los aztecas y los mayas", incluyendo una ceremonia maya en la que un sacerdote de atuendo grotesco arranca las entrañas de una víctima atada y aparentemente viva.

Algunos textos de la era española todavía no han sido corroborados con el descubrimiento de restos físicos. Describen a sacerdotes aztecas sacrificando niños y adultos encerrándolos herméticamente en cuevas o ahogándolos. Pero ahora se supone que los textos son fidedignos, dijo López Luján, que también trabaja en las excavaciones del Templo Mayor.

Para López Luján, la confirmación se ha concretado en forma de pruebas químicas avanzadas en los pisos de estuco de los templos aztecas, donde se hallaron vestigios de hierro, albúmina y material genético consistente con la sangre humana.

"Ahora es cuestión de cantidad", dijo el arqueólogo, quien cree que los españoles —y los escribas indígenas que trabajaban bajo su control— exageraron el número de las víctimas de sacrificios. En un caso dicen que 80.400 personas fueron sacrificadas en la inauguración de un templo en 1487.

"No hemos hallado nada ni remotamente parecido... aunque le agregásemos algunos ceros", afirmó López Luján.

Los investigadores han descartado en gran medida la vieja teoría de que los sacrificios y el canibalismo se debían a una escasez de proteínas en la dieta azteca, aunque algunos siguen creyendo que puede haber sido un método de control de población.

Las culturas prehispanas creían que el mundo se acabaría si no se efectuaban sacrificios. Por otra parte las víctimas propiciatorias solían ser tratadas como dioses antes de su inmolación. "Para nosotros es muy difícil concebirlo —dijo Pijoan sobre los sacrificios—. Casi era un honor para ellos".

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6.1. El Infanticidio: evolución histórica

A lo largo de la historia el infanticidio ha sido una práctica tradicional de diferentes culturas. Fue practicado tanto por los fenicios, los cartagineses así como los romanos y los chinos.
En la actualidad, en los países con mayores poblaciones del mundo, China e India, donde esta legalizado el aborto, la coincidencia de tres situaciones, los avance médicos que permiten determinar el sexo del futuro hijo, la situación de legalización del aborto y una 'preferencia cultural' por los hombres – habría que determinar si esto corresponde a un tipo de machismo-, ha llevado a que el número de mujeres disminuya y sean mas abortados embriones y fetos femeninos. Particularmente en la India, investigadores calculan que de 1985 a 2005, 10 millones de posibles futuras mujeres han sido selectivamente abortadas. El censo de 2001 en la India reveló que “faltaban” cincuenta millones de mujeres, yendo en contravía a la tendencia mundial donde el número de mujeres supera ligeramente al de hombres. Se dice en la India "es más probable que un bebé no llegue a nacer si es una niña". Por otra parte, la aplicación de la política de un solo niño en China en 1979, incrementó la población masculina pues llevó a que aumentara la proporción del sexo masculino, pues los padres intentaban engañar y evitar la ley mediante el aborto preferencial o el abandono de las hijas no deseadas.
En consecuencia, en la India está prohibido realizar ecografías para determinar el sexo del feto, pues, dado que el aborto es legal, muchas mujeres se ven obligadas a abortar si el feto es una niña porque, supuestamente, “una hija no podrá cuidar de sus padres cuando envejezcan, porque será la causa del empobrecimiento de la familia al tener que pagar una dote en su boda, porque será considerada un huésped en su propia casa hasta el día en que la abandone para casarse, porque el prestigio de la madre y su posición en la familia sólo se verán consolidados si el que nace es un varón o porque se cree que son los varones quienes pueden realizar los ritos funerarios por sus padres.” El aborto e infanticidio selectivo hacia futuras mujeres, podría tener una influencia en la relación hombres-mujeres que se elevó de 117:100 según datos del 2002.
Fuera de estos dos países, no se han reseñado otros casos significativos de países donde el aborto tenga tales implicaciones discriminatorias sobre las mujeres donde preferencialmente fetos o embriones de sexo femenino sean abortados (Sex-selective abortion) o bebes mujeres recién nacidas sean abandonadas y discriminadas en razón a su sexo.

Sobre el infanticidio se puede decir que de hecho en las sociedades preindustriales, debido a los peligros que afrontaban las madres al practicar el aborto, las mujeres preferían muchas veces destruir al recién nacido en vez del feto y que el infanticidio de hijos legítimos e ilegítimos se practicó normalmente en la antigüedad, que el de los hijos legítimos se redujo sólo ligeramente en la Edad Media, que se siguió matando a los hijos ilegítimos en Europa hasta entrado ya el siglo XIX, que el infanticidio se practicó sobre los niños con defectos congénitos y más sobre las niñas. Las principales víctimas eran los niños fruto de uniones ilícitas, irregulares y transitorias, los hijos de «madres solteras» y prostitutas.
En la mayoría de los casos los infanticidios no se cometían por métodos directos tales como estrangular al recién nacido, ahogarlo, abandonarlo o golpear su cabeza sino por métodos indirectos tales como dejarlos morir de hambre lentamente, descuidarlos física y psicológicamente y permitir que ocurran «accidentes». Es posible que la forma más corriente de infanticidio fuera simplemente no dar alimento al niño por descuido o deliberadamente. En todas las sociedades, como en la europea de los primeros siglos de la Edad Media, siempre operaron factores de selección u omisión en detrimento de las niñas, a las que no se daba gran valor en esas sociedades predominantemente militares y agrícolas, y sobre los minusválidos y retrasados mentales, que eran considerados como engendros, criaturas de otro poderoso enemigo de los niños, el Demonio, ya fueran ilegítimos o legítimos.
A las niñas se las valoraba en muy poco, y las instrucciones de Hilarión a su esposa Alis (I a. C) son típicas en cuanto a la franqueza con que se hablaba de estas cosas: « Si, como puede suceder, das a luz un hijo, si es varón consérvalo; si es mujer, abandónala». Consecuencia de ello fue un notable desequilibrio con predominio de la población masculina característico de Occidente hasta bien entrada la Edad Media, época en que probablemente se redujo mucho el infanticidio de hijos legítimos. Tener dos hijos no era raro, tres se daban de cuando en cuando, pero prácticamente nunca se criaba a más de una hija. El infanticidio de hijos ilegítimos no influye en la tasa de masculinidad de la población, puesto que generalmente son víctimas los niños y las niñas.
En la Antigüedad los niños eran arrojados a los ríos, echados en muladares y zanjas,»envasados» en vasijas para que se murieran de hambre y abandonados en cerros y caminos. En la Edad Media europea algunas veces se practicaba el lanzamiento del niño fajado. Los médicos se quejaban de que los padres rompían los huesos a sus hijos pequeños con la «costumbre» de lanzarlos como pelotas. Las nodrizas decían a menudo que los corsés, en que iban embutidos los niños eran necesarios porque sin ellos no se les podía « lanzar de un lado a otro». Los médicos denunciaban también la costumbre de mecer violentamente a los niños pequeños « que deja a la criatura atontada para que no moleste a los encargados de cuidarla». Por esto empezaron los ataques a las cunas en el siglo XVIII.
Hasta el siglo IV, ni la ley ni la opinión pública veían nada malo en el infanticidio en Grecia o en Roma. Los grandes filósofos tampoco. Aristóteles escribió: «En cuanto al abandono o la crianza de los hijos, debe haber una ley que prohíba criar a los niños deformes, pero por razón del número de hijos, si las costumbres impiden abandonar a cualquiera de los nacidos, debe haber un limite a la procreación». El se practicaba a todo niño que no fuera perfecto en forma o tamaño, o que llorase demasiado o demasiado poco, o que fuera distinto de los descritos de las obras ginecológicas sobre « Como reconocer al recién nacido digno de ser criado» (Sorano de Efeso), generalmente se le daba muerte.
En Roma el infanticidio no fue declarado punible con la pena capital hasta el año 374, con lo cual, por supuesto, no se puso fin a esta práctica cuando el cristianismo pasó a ser la religión del Estado. Posterior a esto fue común la práctica de infanticidio «accidental»: niños asfixiados bajo el peso de los adultos. Aunque las primeras representaciones pictóricas de la cuna datan del siglo XIII, en formas más simples seguramente se venía utilizando desde mucho antes. Desde los comienzos de la Edad Media las leyes y los libros penitenciales dan testimonio de las tentativas de impedir que se abandone a los niños y que se les asfixie echándose sobre ellos en la cama, sea intencionadamente o no; en el siglo IX se dicta la primera prohibición concreta de la costumbre de acostar a los niños en la cama de los padres. El uso de este mueble fue una cuestión de vida o muerte, como se desprende de numerosas amonestaciones de las autoridades eclesiásticas, cuyo objeto era que no se acostara a los niños en la cama de los padres para evitar el riesgo de asfixia bajo el peso de los adultos. En una serie de esas exhortaciones que se extienden a lo largo del siglo XIII, varios obispos instaban a que se mantuviera a los niños en la cuna por lo menos hasta la edad de tres años.
Como la ceremonia del bautismo representaba también la recepción del niño en la comunidad cristiana, este precepto, y la insistencia del bautismo público en una iglesia quizá tuvieran por objeto asimismo acabar con las prácticas encaminadas a lograr que el niño no pudiera sobrevivir.
El sacrificio ritual de los niños fue costumbre entre los celtas de Irlanda, los galos, los escandinavos, los egipcios, los fenicios, los moabitas, los amnonitas y en determinados períodos los israelitas. Incluso en Roma, el sacrificio de niños se practicaba clandestinamente. Plinio el Viejo habla de hombres que trataban de conseguir « el tuétano de la pierna y el cerebro de los niños pequeños». Los griegos y los romanos eran en realidad una isla en un mar de naciones que seguían sacrificando niños a los dioses, práctica a la que los romanostrataron en vano de poner fin.
El abuso sexual de los niños y jóvenes es una constante en la historia. Las sociedades basadas en la esclavitud y la servidumbre abusaron sexualmente de niñas y niños.
En Roma antigua un hombre libre podía elegir entre las esclavas nacidas bajo su techo a una joven y liberarla y educarla para que fuese su concubina. Nada más alcanzar los doce años, recibía la condición legal de concubina, de la misma manera que a esta edad, la joven nacida libre y comprometida por su padre antes de los doce años, recibía el estatus legal de esposa legítima.
Ya bajo la influencia del cristianismo con arreglo al derecho canónico, las edades mínimas para contraer matrimonio eran los doce años para las muchachas y los catorce para los chicos, y parece que muchos se casaban o al menos se prometían más jóvenes. La expectativa de vida en esas sociedades estaba entre los treinta y los cuarenta años de edad.
Las prácticas sexuales basadas en el poder llevaron a los romanos a crear un conjunto de reglas que establecía distinciones en lo relativo al amor entre los hombres. Los amos utilizaban lo mismo a las niñas que a los niños que de ellos dependían, y además los autores cristianos nos cuentan que los niños expuestos a este tipo de abusos eran criados para ser prostituidos desde muy temprana edad. Los romanos, al igual que los griegos, pensaban que en la pederastia la posición pasiva, de amado, debía tener unos límites temporales que empezaban en la pubertad y terminaban más tarde o mas temprano a una edad poco precisa. Esta consideración valía únicamente para los erömenoi que eran ciudadanos. La posición pasiva en las relaciones homosexuales era generadora de infamia para los ciudadanos; era una posición de esclavo, Fue un homosexualismo limitado a la edad.
El poder de los amos y señores hizo que no pocas veces cuando un joven esclavo resultaba atractivo y agradable, el amo decidía a veces prolongar esta época de gracia castrándolo, recurriendo para esto a los servicios de los médicos que muchas veces también eran esclavos, o servidores sometidos a los señores: « Ya que en contra de nuestra voluntad - escribía el médico Heliodoro - algunos hombres prepotentes nos obligan a menudo a hacer eunucos.» 94. La otra posibilidad, dice, es ponerlos en un banco y cortarles los testículos. Muchos médicos de la Antigüedad hacen referencia a esta operación, y Juvenal dice que habían de hacerla con frecuencia. En todos los jardines se veía un Príapo, con un gran pene en erección y una hoz que simbolizaba la castración. Y aunque Constantino promulgó una ley contra los castradores, la práctica se extendió tan rápidamente bajo sus sucesores que muy pronto los nobles mutilaban a sus hijos para facilitar su carrera política. Algunos amos querían retrasar lo más posible la aparición de rasgos viriles y de la actividad sexual masculina en sus jóvenes y queridos esclavos , a los que sin embargo no querían castrar. Marcelo, el médico galo del siglo V, da algunas recetas para impedir la madurez sexual. El empleaba medios puramente mágicos y químicos - o mecánicos para impedir la actividad sexual, como la infibulación.
La práctica sexual con los niños no era la fellatio, sino la cópula anal. Marcial decía que al sodomizar a un muchacho debe uno «abstenerse de excitar las ingles manoseándolas. La Naturaleza ha dividido al varón: una parte ha sido hecha para las mujeres, otra para los hombres. Usad vuestra parte». En la Antigüedad se decía con frecuencia que la cópula con niños castrados era especialmente excitante: los niños castrados eran los «voluptates» preferidos en la Roma imperial y a los niños se les castraba «en la cuna» y se les llevaba a lupanares para que gozaran de ellos hombres que gustaban de la sodomía con los niños castrados.
Pablo de Egina, médico de la llamada medicina bizantina de la sociedad esclavista de Bizancio, describió el método comúnmente utilizado para castrar a los niños pequeños: «Como a veces nos vemos obligados en contra de nuestra voluntad por personas de alto rango a llevar a cabo la operación. Ésta se efectúa por compresión, el niño aún de tierna edad, es metido en una vasija con agua caliente, y después, cuando las partes se ablandan en el baño, hay que apretar los testículos con los dedos hasta que desaparecen».
En el Medio Oriente la castración se practicaba a los jóvenes que luego irían a cuidar los harenes de los jefes. En la India todavía se practica entre ciertos jóvenes seguidores de una diosa.
En la antigüedad, el niño vivía sus primeros años en un ambiente de manipulación sexual.
Esta tradición de castrar a los niños se prolongó hasta los tiempos modernos en Europa ya no sólo con el propósito de abusar sexualmente de los niños sino explotarlos económicamente como sucedió con los famosos cantantes castrati y como práctica médica para «curarles » de diversas enfermedades.
La circuncisión masculina como práctica ritual se practicó y se practica todavía en muchas culturas, mucho más que la clitoridectomía. Esta última se practicó en Europa del siglo XIX en un momento en que el terror, incubado en las creencias de ciertos sectores cristianos, a la masturbación femenina estaba en apogeo. Fue a comienzos del siglo XVIII, y como culminación del empeño de controlar los abusos cometidos con los niños, cuando los padres empezaron a castigar severamente a sus hijos por masturbarse y los médicos empezaron a difundir el mito de que la masturbación daba origen a la locura, la epilepsia, la ceguera y causaba la muerte.
En el siglo XIX esta campaña llegó a extremos increíbles. Médicos y padres aparecían a veces ante el niño armados de cuchillos y tijeras, amenazándole con cortarle los genitales; la circuncisión, la clitoridectomía y la infibulación se utilizaban en ocasiones como castigo, y se prescribían toda clase de dispositivos restrictivos, incluso moldes de yeso y jaulas con púas.
En Occidente, el ataque más brutal al clítoris- la clitoridectomía o extirpación en la práctica nunca se llevó a cabo hasta las famosas y pronto condenadas operaciones antimasturbatorias de la década de 1870.
En Europa desde la Antigüedad hasta por lo menos finales del siglo XIX, para explicar dentro de un claro etnocentrismo ciertas diferencias con los otros pueblos, se pensaba que en las mujeres egipcias y, más en general, en las que vivían en climas cálidos, el clítoris era de un tamaño anormalmente grande.
Hoy todavía los europeos y las europeas viajan a los países cálidos del Tercer Mundo en busca de turismo sexual.
La desfloración femenina se conoció en culturas diferentes a las descritas entre los indígenas prehispánicos colombianos. En la India y en ciertas tribus africanas, las adolescentes eran desfloradas en una ceremonia especial, sirviéndose de una representación simbólica del lingam (pene) de Shiva, un objeto diseñado a propósito para este efecto, o sentándose sobre el lingam de una estatua de Shiva. La ceremonia tenía lugar a menudo ante toda la tribu y era ocasión de grandes celebraciones. En algunas tribus, una mujer ya de edad se encargaba de efectuar la desfloración de las vírgenes.

Dr. Hugo Armando Sotomayor Tribín. Médico Pediatra. Profesor de Historia de la Medicina y de Antropología Médica de la Facultad de Medicina de la Universidad Militar «Nueva Granada»

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6.2. Expositos: los niños abandonados

Hoy no se emplea ya esta palabra, que ha sido sustituida por la de abandonado para referirse al recién nacido del que se ha deshecho la madre, porque ya no existen las casas de expósitos, una institución que resolvía el problema de la maternidad no deseada. La "exposición" de niños, llamada también exposición de parto, difería del "abandono" (menos civilizado, pero que buscaba también desprenderse del bebé sin causarle daño) en que estaba socialmente aceptada y regulada, hasta el punto de que en todas las ciudades importantes había una casa de expósitos; y en las muy populosas, la ley mandaba que hubiese en cada distrito una de estas casas con torno, para tener la mujer la libertad de depositar en él a su hijo sin ser vista por la persona (una monja) que lo recibía.
Las casas de expósitos, los hospicios y las maternidades han sido sustituidas hoy por otro género de instituciones en que se descarta la ocultación de la identidad de la madre, porque ha dejado de ser una ignominia la libertad sexual de la mujer no casada, y en consecuencia su maternidad; aunque esta última y el embarazo que la precede no se llevan con el mismo desenfado.
Expósito es una forma latina, palabra culta por tanto con la que se ha dado el mejor nombre posible a una realidad bastante dura. Este nombre lo inventaron y lo usaron ya los romanos con el significado que tiene en nuestra lengua. El verbo expono, exponere, expósui, expósitum significa "poner fuera", sacar. Las aplicaciones de este verbo son infinitas, y una de ellas fue la de dejar fuera de la casa (ex pósitus = puesto fuera) al recién nacido no deseado. Esta práctica de la exposición, del simple sacarlo fuera, fue practicada por todos los pueblos con intención de eutanasia, pero con la posibilidad de sobrevivir si a alguien le interesaba la criatura. En la india de los vedas fue muy común. La historia nos cuenta que en Grecia se llegaba más allá, yendo directamente al infanticidio. En Roma al paterfamilias, dueño absoluto de los hijos, el derecho le reconocía como un elemento más de la potestas patria el ius exponendi, es decir el derecho de sacar fuera de la casa, y dejarlo ahí para que se muera o para que alguien lo recoja, al hijo no deseado.
La palabra y el concepto del abandono consentido de los hijos han perdurado en nuestra cultura hasta hace menos de medio siglo. El cristianismo le dio una forma más humana para los hijos abandonados, a los que recogió en los hospicios y en las casas de expósitos; y para las madres manteniendo su anonimato. Quedaron sin embargo profundas huellas de la crueldad en que estaba envuelto algo tan grave. La cuerda rompía, como siempre, por lo más flojo. Al no tener estos niños padres conocidos, se les ponían apellidos que delataban su condición de niños abandonados: el más cruel era el ponerles directamente Expósito de apellido. Todavía en 1921 la ley establecía en España que los expedientes para cambiarse el apellido de Expósito por cualquier otro, serían gratuitos. Entretanto se arbitraron otras fórmulas, como fue ponerles a estos niños como apellido el nombre del santo del día, y ya más adelante los apellidos que quisieran ponerles (elegidos arbitrariamente) los responsables del hospicio, que ejercían de tutores suyos.
Mariano Arnal

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7. El aborto en la historia

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7.1. El aborto en la antigüedad pagana y judeocristiana

La moralidad del aborto no fue una cuestión que preocupara a la sociedad pagana, tanto griega como romana, pues su práctica fue amplia y frecuentemente admitida, a pesar de algunas corrientes de pensamiento. Los filósofos y juristas de la Antigüedad se preocuparon más que por la naturaleza del embrión humano, por las consecuencias políticas del infanticidio para la salvaguardia de la ciudad. Los pensadores judíos y cristianos prefirieron, mejor que integrar la problemática filosófica en sus razonamientos teológicos, apoyarse en la enseñanza de la Escritura, reveladora del origen de la naturaleza humana, creada por Dios y que ha recibido de Él su principio de vida, su dignidad de ser humano.

a) Exposición de los recién nacidos y aborto en el mundo pagano.

Está muy atestiguada la costumbre de la exposición de los recién nacidos en la sociedad antigua sin plantear ninguna dificultad en los planos éticos o moral. El Derecho romano otorga al padre de familia la facultad de abandonar a un niño después de su nacimiento por motivos que pueden ser de orden social y económico, por ejemplo, la imposibilidad de asumir su educación, o incluso religiosos cuando se le considera maldito o una amenaza para la paz social. En esta materia de la exposición sólo cuenta el criterio del padre que tiene un derecho soberano de vida y de muerte sobre el niño que va a nacer o que ya ha nacido. Los tribunales reconocen al padre igualmente el derecho de acudir a la justicia y obtener una reparación del perjuicio que pudiera haber sufrido en el caso en que se hubiera destruido la vida del niño, o puesta en peligro, sin su consentimiento. Más allá de las disposiciones específicas de la ley a favor del padre o de la madre abandonada por su marido, merece la pena destacar que el hecho en sí mismo no merece ninguna consideración ética. El problema se plantea sobre todo desde el punto de vista demográfico y social, pues la Ciudad puede perder influencia por los efectos de la disminución de la población.
La práctica del aborto, a pesar del riesgo que suponía para la mujer, estuvo probablemente muy extendida en la Antigüedad pagana. Esta hipótesis concuerda con el uso general de la exposición de los recién nacidos que acabamos de recordar. El feto carece de un estatuto jurídico, a pesar de que algunos códigos, como el de Solón en el siglo IV, recordados y comentados tardíamente por juristas y médicos romanos como Galeno (siglo II), se muestren hostiles al aborto y prohíban la muerte del feto antes de su maduración. Si exceptuamos algunas escuelas de medicina, como la de Hipócrates (hacia el 460-350 a.C.), que en su Juramento prohíbe taxativamente el aborto – “No introduciré en ninguna mujer un pesario abortivo” –, el recurso al aborto no plantea casi ningún problema moral, incluso él mismo anima a imponerlo como obligatorio cuando es útil para el bien superior de la Ciudad, una de cuyas misiones es la de regular las condiciones del matrimonio y la procreación: “En cuanto a los niños que hay que exponer o dejar crecer, que exista una ley que prohíba dejar crecer a ningún niño deforme; […] es necesario fijar un límite de procreación al número de niños; y si a pesar de estas reglas, se concibe algún niño fuera de estas normas, se debe, antes de que tenga sensibilidad y vida, practicar al aborto”.
Los específico de los riesgos es que las consideraciones políticas sobre el feto arrancan de la reflexión sobre el momento de su animación, es decir, sobre el instante en que el cuerpo recibe el alma humana. Platón (427-348 a.C.) distingue dos partes en el alma: la mortal y la inmortal: “En esta residen el conocimiento y el pensamiento”. El hombre tiene dos orígenes, el humano y el divino, es decir, su cuerpo procede de la naturaleza y su alma del mundo de las ideas. La animación es el resultante de la unión del cuerpo orgánico, producto de la reproducción sexual, y el alma divina caída del cielo en un cuerpo que guarda relación con la vida anterior del sujeto, según el principio platónico de la metempsicosis.
Aristóteles (384-322) se aparta de su maestro y sitúa el problema de la animación en una perspectiva puramente biológica y filosófica. El alma no es una realidad separada del cuerpo, sino que una y otro – materia y forma – son dos facetas distintas de una única sustancia. Según un principio de estricta proporción entre estos elementos, el embrión recibe sucesivamente un alma vegetativa (vegetal), sensitiva (animal) y espiritual (humana). Las consecuencias éticas de esta animación por etapas, con la que nos vamos a encontrar en diferentes épocas, son evidentemente importantes. Por eso en el Estagirita no se modifica la apreciación moral del control de los nacimientos, puesto que el embrión no ha recibido “la vida y la sensibilidad” que se da en diferentes etapas según el sexo del que va a nacer.
En Grecia siempre se consideró al individuo, sea nacido o no, subordinado al bien de la Ciudad. La pequeña extensión de las ciudades obligaba a un severo control de la natalidad para no desestabilizar el equilibrio de sus posibilidades financieras. Ningún derecho, ni siquiera el derecho a la vida, está por encima del interés del Estado. Sin embargo, a contracorriente de las tesis de Platón y Aristóteles pero por motivos semejantes, los estoicos tomaron postura contra el aborto, como un atentado al bien común. No se trataba de defender el carácter personal del embrión, al que por otra parte se le considera como una parte de su madre, sino sobre todo el bien de la Ciudad, pues se considera el aborto como un acto de impiedad contra los dioses.
En Roma, numerosas huellas atestiguan la práctica corriente, pero regulada, del aborto. Plutarco (siglo 1 a.C.), oponiéndose resueltamente al infanticidio, se remite a un relato sobre el fundador de Roma para denunciar la ofensa que se le hace al marido cuando una mujer aborta sin su consentimiento. En este juicio sobre el aborto de lo que se está tratando es de la autoridad del padre (patria potestas) que se ejerce sobre todos los componentes del hogar (mujeres, esclavos, hijos). Esta autoridad se extiende a los recién nacidos y a los fetos. La ley de las doce tablas (hacia el 450 a.C.) autoriza al padre a exponer a las niñas y a los recién nacidos con malformaciones. El mismo código prevé sanciones sociales y políticas para los maridos que ordenan o permiten abortar sin verdadera razón a sus esposas.
Al final de la República (145-130 a.C.), el ambiente político y social está muy debilitado. Divorcios, adulterios y abortos se multiplican hasta la llegada de la época imperial, que supone al principio de una abierta oposición hacia una práctica que está acelerando la disminución de la población y el declive del Estado. Cicerón (106-143), en nombre de la injusticia para con el padre, los derechos de la familia, de la raza humana y del Estado, apela a la pena de muerte para quienes recurran al aborto deliberado. Dos siglos más tarde, los edictos imperiales de Septimio Severo y de Caracalla intentan frenar esta plaga prohibiendo el aborto a las mujeres casadas. Hay que reforzar la familia y los derechos del Estado contra la poderosa autoridad paterna, oponiéndose al celibato, a la contracepción y al infanticidio, favorecido por los progresos de la ginecología.
La condena filosófica del aborto proviene ahora de los estoicos, porque el ser humano debe vivir según la naturaleza y la voluntad divina. En una serie de cinco Discursos sobre el sexo, el matrimonio y la familia, Musonius Rufus, uno de sus representantes, señala los dos fines principales del matrimonio de acuerdo con la naturaleza: crear un lazo de amor entre marido y mujer y transmitir la vida. Es conveniente que se formen familias numerosas y oponerse al infanticidio. Ésta es una ofensa a los dioses y a la naturaleza, pero no al niño, puesto que, para los estoicos, la vida no comienza más que con el nacimiento. El embrión no es por tanto un ser humano, menos aún una persona, sujeto de derechos. Esta idea, como la de toda la Antigüedad pagana en la que la Ciudad es el primer bien que hay que defender, impide reconocer una dignidad intrínseca al niño, incluso después de su nacimiento. Hay que encontrar la expresión y la defensa de esta dignidad en otra tradición que tiene como fuente la Revelación judeocristiana.

b) El mundo judío: una excepción en la práctica generalizada del aborto.

Fuera del castigo que se impone al hombre que, riñendo con otro, en la pelea causara el aborto a una mujer (Ex 21, 22-23), y la prohibición del sacrificio de los niños: “No darás a tus hijos para sacrificarlos a Moloc ni profanarás el nombre de tu Dios. Yo soy el Señor” (Lev 18, 21), en toda la Escritura no encontramos ninguna condena explícita del aborto ni del infanticidio. Lo que sí aparece es la expresión de un respeto evidente a la vida humana en su comienzo, lo que de hecho excluye el aborto y la exposición de los niños.
Esta misma evidencia atraviesa toda la tradición judía, confirmada en el Talmud, un libro que reúne la opinión de los rabinos a través de los siglos. El Talmud contiene numerosas discusiones a propósito de preservativos y abortos provocados por problemas médicos. Se trata de un conjunto de textos, todos alrededor de la misma idea: los judíos tienen la obligación de llenar la tierra para ser testigos de la presencia divina. La vida humana es santa por estar creada por Dios. El hombre debe, por tanto, respetarla bajo todas sus formas y en todas sus etapas. La común aceptación de estos principios generales no impide que en su comentario y traducción de la Sagrada Escritura se formaran dos grandes corrientes al tratarse del feto y de su muerte: la palestinense y la alejandrina.
La discusión se centra sobre todo en el comentario de Ex 21, 22-23, en el que se habla de una mujer que pierde su feto accidentalmente al verse envuelta en una pelea entre dos hombres. Según la traducción de los Sesenta, influenciada por la cultura griega, se distinguen dos situaciones según el desarrollo del embrión: si el aborto se produce cuando todavía el embrión no tiene forma (ekeikomismenon), el atentado contra la naturaleza no será castigado sino con una pena pecuniaria: el hombre culpable deberá pagar una multa (v.22). Por el contrario, si el feto está ya formado, se le aplicará al culpable la ley del talión – “ojo por ojo, diente por diente” […] vida por vida” –, porque es un ser humano al que se ha asesinado: el culpable deberá ser castigado con la muerte (v.23).
En esa distinción encontramos la persistente huella de las teorías embriológicas de Aristóteles. Numerosos Padres de la Iglesia harán suyas estas teorías, manteniendo la tesis de que el embrión en un primer momento no es un ser humano, sino solamente el término de un cierto grado de desarrollo. El perjuicio afecta, por tanto, al que sufre el feto y no directamente a la mujer. Al judaísmo de Alejandría no le interesa en absoluto, a diferencia de cómo ocurre en el Derecho romano, los derechos del padre, pero sí los del hijo. La reflexión se orienta precisamente a la dimensión moral de un acto que se opone radicalmente a la ley divina de no matar. Se establece una relación entre aborto y su calificación de crimen, algo que ocupará un lugar central en la futura postura cristiana. Se trata de la inmoralidad del acto que consiste en matar a un niño todavía no nacido, y no de las cuestiones legales o técnicas sobre el feto.
Otros documentos como los escritos de Flavio Josefa, un historiador judío contemporáneo de Cristo, la Mishnad (conjunto de textos recopilados en el siglo II d.C.), el Talmud (siglo V), atestiguan las diferentes tradiciones teológicas que se habían reunido en el seno de las escuelas palestinenses al abordar la cuestión del aborto. Estos textos se preguntan sobre el feto, su estatuto religioso y legal, las situaciones accidentales o deliberadas en las que acaba con el feto. Hay que distinguir en el debate dos opiniones, igual que en el mundo pagano, sobre la delicada cuestión del momento de la animación del embrión, pero aquí partiendo de la Escritura, y más concretamente de los dos primeros capítulos del Génesis. ¿En qué momento el embrión recibe el alma humana? ¿En el momento de su concepción, durante su desarrollo o cuando nace? La mayoría de los rabinos piensan que la animación del embrión, sea varón o hembra, ocurre a los cuarenta días de la formación del feto. El problema se extiende a otras cuestiones teológicas como son su inmortalidad, o incluso la impureza de la mujer en un aborto involuntario. En este caso la preocupación es exclusivamente cultual: para que se juzgue el nacimiento como válido, y por tanto seguido de purificación, el feto debe estar lo suficientemente formado.
Una corriente mayoritaria se apoya en la traducción hebrea del Éxodo (21, 22-23), que difiere claramente de la de los Sesenta: “Si dos hombres al reñir caen sobre una mujer encinta y ésta sufre un aborto pero sin más daños, el culpable pagará la indemnización impuesta por el dueño de la mujer […] Pero si hay otro daño tú pagarás vida por vida”. La opinión de Flavio Josefa es que el daño del que aquí se habla no es el del feto, sino el de la mujer, su marido y la sociedad. El feto no es una persona distinta de la madre, sino una parte de su cuerpo. Por eso se permiten algunos abortos o incluso se les considera obligatorios cuando al vida de la madre corre peligro, a no ser que esté ya fuera del seno materno la mitad del cuerpo o la cabeza (Oholoth 7,6). Desde el momento en que el feto no tiene existencia legal como ser vivo independiente, carece de derechos: “Un niño de un día hereda y transmite […] pero no un embrión”, dice el Talmud de Babilonia (Hullin 58ª).
Por el contrario, a contracorriente de la cultura helenistica de la que los judíos de Palestina son conscientes que se separan en este punto, al condena del aborto es absolutamente clara al prohibir la interrupción deliberada del embarazo sin motivos graves: “La ley ordena criar a todo niño y prohíbe abortar a las mujeres […]; a una mujer que aborta se le considera como infanticida, porque destruye un alma y no acrecienta el pueblo”, afirma Flavio Josefa. Los dos argumentos, como antes se dijo, son el reconocimiento de la obra del Creador en el embrión, es decir, la actividad de la presencia divina, y la propagación numérica del pueblo judío que no puede ser amputada de ninguno de sus futuros miembros. Se trata de una reprobación moral que no por eso otorga estatuto jurídico alguno al embrión.
Una escuela minoritaria, siempre en Palestina, pero más próxima a la postura alejandrina, encara la cuestión de manera diferente. Incluso admitiendo el aborto por razones terapéuticas, según ella, el feto es legalmente una persona a la que es necesario reconocer derechos jurídicos. El que todavía no ha nacido posee una vida espiritual, la razón y la facultad de alabar a Dios. Un feto que muere en el seno de su madre es una persona muerta, de manera que vuelve impura a su madre como también la casa en la que fue concebido y en la que ha muerto (Yebamoth 7,4). Así interpretan el versículo del Génesis 9,6: “Otro hombre derramará la sangre [que está en el interior del hombre] de quien derrama sangre humana”. Por la expresión “en el interior del hombre” hay que entender al feto en el seno de su madre, concebido como una persona. Quien mate al feto, si no es judío, debe sufrir la pena de muerte.
Los judíos no se plantearon realmente el problema del aborto más que cuando entraron en contacto más estrecho con el mundo pagano. La Biblia no plantea, por decirlo así, la cuestión. Esta práctica, tanto la tradición alejandrina como la palestinense, la consideran abominable, pues va contra el respeto debido a la vida que Dios da. La opinión sobre el estatuto legal del feto no es, sin embargo, uniforme, pues depende de los ambientes culturales con los que las escuelas conviven. Unas se fijan en el daño que sufre el feto en función de su grado de desarrollo, las otras se interesan por el perjuicio a la madre y a la sociedad. La discusión versa sobre el aborto accidental o terapéutico, pero no sobre la posibilidad de un aborto deliberado, a no ser en caso de peligro para la madre. Siempre establecen la distinción entre aborto accidental y aborto terapéutico. Aun con esta diversidad de percepción, en el judaísmo se tiende a la severidad del castigo en el aborto accidental. El gran respeto de los judíos por la vida del niño, signo de la bendición de Dios, incluso del no nacido, es una herencia que la teología de los primeros siglos cristianos va a asumir ampliamente.

c) El testimonio del cristianismo primitivo: los Padres apostólicos.

Igual que ocurre en el Antiguo Testamento, los Evangelios o las Cartas tampoco abordan directamente la cuestión moral del aborto, o, en términos más técnicos, del estatuto del embrión humano. La actitud de acogida al niño no es sin embargo ajena a la enseñanza de Cristo. Disposiciones del corazón, como las de los niños, se proponen a los discípulos como el camino ejemplar para entrar en el reino de los cielos (Mt 19,14). En la herencia bíblica y filosófica se encuentran los fermentos del debate patrístico, los argumentos de los que se va a alimentar la importante reflexión teológica sobre el origen del alma, el momento de la animación, o incluso la transmisión del pecado original.
Del examen de los textos bíblicos se deducen algunas ideas sustanciosas. En primer lugar, un elemento de antropología sobre el que los Padres de la Iglesia fundamentan su concepción del hombre: el ser humano ha sido creado “a imagen y semejanza de Dios” (Gen 1,26-27). El segundo relato de la creación nos dice, de forma metafórica, el modo como el Señor, tras haber formado el cuerpo del hombre, introduce en él un soplo de vida: “Entonces el Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra, sopló en su nariz un hálito de vida, y el hombre se convirtió en un ser viviente” (Gen 2,7). Numerosos pasajes de los libros proféticos insisten, en segundo lugar, en lo temprano de la llamada de Dios a los hombres que él ha escogido: “Desde el seno de su madre” (Is 44,2; Jer 1,5). Cuando aún no son más que unos embriones; Dios los ha elegido profetas suyos, lo que significa que son seres habitados, aun antes de su nacimiento, por un alma espiritual propiamente humana. los Libros de la Sabiduría son testimonio de un Dios creador, que forma los cuerpos humanos como el artista su obra: “Tú formaste mis entrañas, me tejiste en el vientre de mi madre […] Tus ojos veían mi embrión” (Sal 138, 13), de un Dios que crea las almas y las infunde en el hombre (2 Mac 7, 22-23; Sab 15-11). Según esta perspectiva, claramente heredada de esta literatura profética y sapiencial, nos encontramos en el evangelista Lucas la manifestación precoz de Juan bautista. Por eso el Precursor reacciona, desde el seno materno, ante la presencia del Salvador en la visita que la Virgen María, encinta de Jesús, hace a su prima Isabel: “Porque en cuanto oí tu saludo, el niño empezó a dar saltos de alegría en mi seno” (Lc 1, 44).
Estos elementos de la Escritura preceden y encuadran la reflexión de los Padres de la Iglesia y el rechazo del aborto en las comunidades cristianas primitivas, enfrentadas a las prácticas del mundo pagano. La condena de la exposición de los recién nacidos arrojados a las fieras salvajes o el aborto, aparece manifestada claramente en los primeros grandes textos de la literatura cristiana. Los Padres apostólicos, es decir, la primera generación de obispos y teólogos que habían escuchado directamente la predicación de los apóstoles, toman posición en el nivel ético frente a usos que juzgan, con toda evidencia, contrarios al deber cristiano del respeto a la vida, especialmente en su forma más vulnerable, en sus comienzos.
La Didajé o Doctrina de los doce apóstoles es un texto fundamental para conocer los primeros tiempos de la vida de la Iglesia. Esta obra de doctrinas morales y de prescripciones eclesiales data del siglo I. De forma un tanto incoherente, organiza la vida litúrgica y disciplinar de la Iglesia naciente. La doctrina de las “dos vías”, que obliga a escoger entre la vía de la vida y la de la muerte (Dt 30, 15-20), sustenta la reflexión moral por la que se condena el aborto bajo dos aspectos: “No matarás con veneno; no matarás de ninguna manera a los niños abortando, o después de su nacimiento” (Didaje 2,2). Se rechaza así directamente la doble práctica pagana del aborto y de la exposición de los recién nacidos por el siguiente motivo: “Ignoran la obra del Creador; asesinos de niños hacen abortar la obra de Dios, rechazando el indigente y acabando con el oprimido” (Didajé 5, 2). Los asesinos de niños, al destruir la obra de Dios, caminan por tanto por la vía de la muerte. Olvidan su condición de criaturas y se convierten en dueños de la vida y de la muerte de otros. En esto radica el mal del que habla la Didajé: el aborto es la manifestación de la sublevación del hombre contra el reinado de Dios sobre su creación. El Dios que da la vida es el único que puede quitarla.
La misma enseñanza, con parecida formulación, recoge la Carta de Bernabé de principios del siglo II: “No harás morir al niño en el seno de su madre; no le harás morir al nacer” (19,5). El texto va dirigido a todos los que participan en un aborto: los miembros de la familia, los médicos y las comadronas, a todos “los que no reconociendo a su Creador matan a los niños; por el aborto hacen perecer a las criaturas de Dios” (20,2). Los mismo afirman otros Padres apostólicos, como San Ignacio de Antioquia cuando, camino de su martirio, alienta a las comunidades que ha dejado, o el autor de la Carta a Diogneto, al exhortar con toda energía a los cristianos a no conformarse con las costumbres paganas, a no abandonar a los niños, a respetar incondicionalmente la vida que Dios da y el orden de la creación. Aún no se plantea la cuestión del estatuto y el provenir de los embriones abortados.

d) Los padres apologistas (siglos II y III)

En cuanto las primeras comunidades cristianas toman claramente postura contra la inmoralidad de algunas costumbres paganas, se ven obligadas a defenderse de las graves críticas que se les dirigen. Los Padres apologistas tienen así que responder a las acusaciones de canibalismo, incesto y ateísmo de las que las autoridades romanas les acusan. Fundándose en el respeto debido a la vida del feto, Atenágoras refuta, hacia el año 177, el rumor que nace de la incomprensión de la eucaristía y según el cual los cristianos practicarían el asesinato ritual y el canibalismo. ¿Si se excluye totalmente el aborto de un embrión en gestación, cómo iba a ser moral matar a un niño ya nacido? “Para nosotros – dice el apologista griego - , quienes recurren a medios abortivos cometen un asesinato del que tendrán que responder ante Dios. ¿Cómo entonces íbamos a cometer nosotros mismos estos crímenes? No puede considerarse a la vez al feto como un ser vivo del que Dios cuida y matarlo una vez que ha visto la luz del día”. Tres elementos fundamentan la postura cristiana frente al niño que va a nacer: la consideración del aborto como un asesinato, el culpable o el cómplice tendrá que rendir cuentas a Dios, el feto es un ser vivo del que Dios se cuida.
La defensa del cristianismo encuentra en Tertuliano (hacia el 160 – 225) una primera figura, el teólogo latino más destacado antes de San Agustín. En su tratado de apologética, Tertuliano se centra en al defensa de las prácticas cristianas cultuales y morales. Él pone las bases fundamentales de la reflexión filosófica y teológica fundamental sobre el estatuto y la naturaleza del embrión humano. Tertuliano considera al feto como un ser humano total, una persona en desarrollo, y no simplemente como una parte de su madre aunque depende a de ella para vivir y crecer. El fundamento de la postura cristiana que prohíbe el aborto, incluso el terapéutico, proviene directamente del mandamiento divino que ordena no matar, respetar toda vida humana: “No matarás” (Éx 20, 13).
Frente a la postura estóica para la que la vida comienza con el nacimiento, Tertuliano afirma que impedir el nacimiento de un niño no es otra cosa que un asesinato “más rápido”. En este mismo tratado De anima, de manera conmovedora, el teólogo recurre no a los filósofos o a la ley romana para definir el embrión, sino al testimonio de las madres:

“En esta materia, dice, el mejor enseñante, juez testigo es el sexo al que afecta directamente el nacimiento. Recurro a ti, madre que estás encinta o que ya has tenido hijos; ¡que se callen las mujeres estériles y los hombres!; queremos conocer la verdad de la naturaleza de la mujer; examinamos la realidad de tales dolores. Dinos, ¿es que no sientes ningún movimiento de vida en el feto? ¿Es que no tiemblan tus entrañas, es que no se mueve tu costado, tu vientre no palpita cuando la masa que tú llevas cambia de postura? ¿Es que estos movimientos no son una fuente de alegría y de seguridad de que l niño en tu interior está vivo y goza de buena salud? ¿Y si disminuye su actividad, no te llenas inmediatamente de inquietud?”

Junto a este reconocimiento práctico y muy concreto de la humanidad del feto, Tertuliano se interesa por cuestiones más especulativas respecto a la animación del embrión, particularmente en cuanto al origen del alma y al modo de cómo ésta “se apodera” del embrión. Elabora para ello la tesis, no aceptada por la Iglesia, del “traduccionismo corporalista”. Según Tertuliano, el alma humana es un cuerpo que transmiten los vectores sexuales. Está, por tanto, presente en el embrión desde su concepción. El trasfondo teológico del que depende esta tesis no aceptada está dirigido a alejar a Dios de toda responsabilidad en la transmisión del pecado original, que pasaría, por consiguiente, de generación en generación, a través del engendramiento de los cuerpos animados. Dios no intervendría en la creación del alma, que pasa así a ser un principio material fuera del obrar divino. Ese principio se transmite, lo mismo que el cuerpo, en el acto de la procreación. La animación inmediata del embrión hace de él, sin embargo, un ser humano absolutamente digno de todo respeto.
La condena del aborto se refuerza con la amenaza de un castigo divino para quienes hayan destruido al hijo en su seno. Algunos escritos apócrifos, textos tardíos atribuidos a los apóstoles y no incluidos en el canon de las Escrituras, estigmatizan a estas mujeres que “serán engullidas hasta el cuello y condenadas a un terrible castigo. Son las que abortan y destruyen la obra que el Señor había formado. Frente a ellas, habrá un lugar donde se sentarán sus hijos, a los que impidieron vivir”. La supuesta atribución a autores apostólicos añade influencia a estas cartas. El castigo del que se habla es el de la condenación eterna.

e) La elaboración de la disciplina cristiana respecto al aborto.

A mediados del siglo III, tanto en las Iglesias de Occidente como en las de Oriente, se califica, con toda claridad, el infanticidio y el aborto como formas de homicidio. No desentona Clemente de Alejandría (hacia el 150-215) cuando afirma en “El pedagogo” que “las mujeres que recurren al aborto matan en ellas no solamente al embrión sino también todo sentimiento humano” (II, 96). La práctica del aborto no parece que, bajo la influencia del mundo pagano, esté ausente de las comunidades cristianas, puesto que las homilías de Orígenes, de Hipólito Romano o de Cipriano de Cartago ponen en guardia seriamente contra aquellos “falsos cristianos” que recurren al aborto. Se plantea la cuestión disciplinaria para quienes han cometido este crimen o han colaborado en él. Los teólogos más importantes alzan su voz reclamando penas severísimas, porque además es necesario alertar a la comunidad cristiana y preservarla de las costumbres paganas que puedan contaminarla.
En el primer Concilio de Elvira, en España (hacia 306) se condena, pro primera vez de forma oficial den la Iglesia, a los cristianos que recurren al aborto. En él se prescriben las penas para castigar los pecados más graves que van desde unos años de penitencia a la exclusión definitiva de la comunión eclesial. El canon 63 decreta: “Si una mujer está encinta y, tras haber cometido adulterio en el ausencia de su marido, intenta destruir al niño, es conveniente apartarla de la comunión hasta su muerte, porque ha cometido un doble crimen”. Esta pena, de enorme gravedad, castiga el adulterio y el infanticidio. El castigo afecta sólo a la mujer y no a quienes eventualmente han ordenado o colaborado en el acto. En el 314, el Concilio de Ancira, reunido en Asia Menor, sin cambiar para nada la gravedad del juicio moral sobre el aborto, ablanda la sanción penal y la reemplaza por diez años de penitencia (canon 21), pero extiende la pena también a las mujeres que solamente lo hayan intentado. Dos aspectos están ausentes de la reflexión conciliar: la Iglesia no distingue entre feto formado o no formado; y no hace responsables a quienes eventualmente obligan a la mujer a abortar o a quienes participan en la ejecución del acto.
Algunos teólogos, como el capadocio San Basilio de Cesarea (hacia el 330-380), acompañan la sanción canónica con una argumentación moral cuyo centro es el valor sagrado de toda vida humana. El aborto es un crimen además de un pecado; quienes colaboran se convierten en cómplices. A pesar de eso, la gracia de Dios puede suscitar en el corazón del pecador un arrepentimiento sincero que le abra al perdón. Por eso no debe considerarse el aborto como un pecado imperdonable. En Occidente, San Ambrosio de Milán, en su catequesis sobre la creación, condena a “las mujeres de toda especie” que no alimentan a sus propios hijos o los abandonan. Estigmatiza a las ricas que practican el aborto “para no dividir su herencia entre muchos, [y así] rechazan la progenitura presente ya en el seno materno. Al utilizar pócimas criminales, expulsan el fruto de sus entrañas […] De esta forma se les quita la vida incluso antes de habérsela dado” San Ambrosio de Milán. San Jerónimo (342-420) reitera el rechazo moral de las prácticas abortivas a las que, con frecuencia, se añaden otros pecados como el adulterio y el “suicidio” cuando la madre muere (cf. Carta 22, 13). Reintroduce también la distinción entre feto formado y no formado, y concede solamente el estatuto de persona al embrión en un cierto estadio de desarrollo.
Entre los Padres de la Iglesia será la postura de San Agustín en su reflexión moral sobre el aborto la que perdurará por más tiempo en Occidente. Esta postura hay que inscribirla en el polémico contexto de los grandes debates sobre el origen de la vida, la transmisión del pecado original y la resurrección de los muertos. El obispo de Hipona se pregunta: ¿Prexiste el alma? ¿Proviene de los padres lo mismo que el cuerpo, y por tanto, cargada con el pecado original? ¿Está creada y la infunde Dios en el momento de la concepción, o se infunde en un instante concreto del desarrollo fetal? ¿Qué ocurre con los embriones humanos abortados? ¿Participan de la resurrección de los muertos, dogma proclamado en Nicea? A estas cuestiones, múltiples y complejas, Agustín da diferentes respuestas, pero el teólogo sigue manteniendo la antigua distinción entre feto formado y no formado y las consecuencias morales que de ello se deducen. La destrucción del feto formado es un asesinato, mientras que la del feto no formado, aunque inmoral y merecedora de castigo, no lo es. La utilización de drogas anticonceptivas y esterilizantes le merecen la misma condena que la de las sustancias abortivas:

“A veces la lúbrica crueldad, […] recurre a medios extravagantes como la bebida de pócimas para garantizar la esterilidad; o más todavía, si esto falla, se recurre a otros métodos antes del nacimiento para destruir el fruto de la concepción de tal manera que se condena al germen a morir antes de recibir la vida; y si la vida está avanzada en el interior del útero, se la destruye antes de que nazca”.

Contracepción, esterilización y aborto tienen en común el oponerse a los fines de la sexualidad y del matrimonio.
Más allá de distinciones biológicas y de hipótesis teológicas, la convicción profunda de Agustín, como la de los Padres de la Iglesia, es que toda vida humana es “obra propia de Dios” y que a él retorna tras la muerte. Al hablar de la creación de cada hombre, “a imagen y semejanza de Dios”, los Padres ponen los fundamentos de una antropología cuyo centro es la afirmación de una igualdad ontológica entre todos los seres humanos. Dado que la inteligencia es incapaz de descubrir en qué momento preciso el feto recibe el alma humana, San Agustín vuelve a centrar su atención en el problema moral, e insiste, sobre todo, en el valor de toda la vida, actual o potencial, y orienta su reflexión, fundamentalmente, hacia una teología de los fines últimos que apunta directamente al dogma de la resurrección de los cuerpos.

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